
En Argentina, el dólar no es simplemente una moneda extranjera: es un reflejo de las tensiones estructurales, un termómetro social y un símbolo de previsión en contextos de inestabilidad. Cada episodio de escasez de divisas o corrida cambiaria revela las limitaciones persistentes de un modelo económico que no logra resolver sus desequilibrios fundamentales.
La coyuntura actual repite ese patrón. La finalización del ciclo de liquidación de la cosecha gruesa deja al descubierto un escenario de fragilidad. Durante mayo y junio, el ingreso de más de 7.000 millones de dólares por parte del agroexportador no logró traducirse en acumulación de reservas ni en estabilidad cambiaria. La política económica del gobierno de Javier Milei, basada en un shock fiscal, desregulación financiera y liberalización de precios, enfrenta ahora su prueba más delicada.
El Banco Central no logró aprovechar la ventana estacional para recomponer reservas. Por el contrario, dejó flotar el tipo de cambio mayorista con la expectativa de que la mayor oferta contuviera su cotización. La apuesta fracasó: el dólar siguió subiendo, mientras que las reservas continuaron cayendo.
En este cuadro, la demanda estructural de dólares no cede. A las necesidades tradicionales de importadores y turistas se suman comportamientos defensivos como el atesoramiento en divisas y la dolarización de carteras. La incertidumbre institucional alimenta esa conducta. Además, el desarme de instrumentos en pesos —como las LEFI— y la caída de las tasas de interés estimularon una expansión de liquidez que rápidamente se volcó al mercado cambiario.
La consecuencia fue inmediata: más pesos disponibles generaron mayor presión sobre el dólar, activando una dinámica conocida de expectativas devaluatorias. El Gobierno se enfrenta entonces a un dilema clásico: sostener la cotización mediante suba de tasas —con impacto negativo en el crédito y el gasto— o dejar que el mercado ajuste, con riesgo de aceleración inflacionaria. Ninguna opción garantiza estabilidad duradera.
Las reservas brutas del Banco Central, que rondan los 36.800 millones de dólares, esconden una realidad menos sólida. Si se descuentan los pasivos, los compromisos con organismos y partidas no líquidas, las reservas netas disponibles son mínimas. A esto se suma un preocupante déficit de cuenta corriente: más de 5.000 millones de dólares en el primer trimestre de 2025, producto no sólo del turismo emisivo, sino también de la salida de utilidades y la fuga de capitales.
Como en otras etapas de crisis, la solución oficial fue recurrir al endeudamiento externo de corto plazo. Los recientes desembolsos del FMI se utilizaron para pagar vencimientos, sin reforzar las reservas. En otras palabras: los dólares que entran, salen de inmediato, sin generar impacto positivo en la economía real.
La fragilidad del esquema argentino no pasa inadvertida para los mercados. En junio, JP Morgan recomendó desarmar posiciones en activos argentinos, advirtiendo sobre el agotamiento del ciclo de carry trade. En un contexto donde las expectativas son tan relevantes como los datos, este tipo de señales puede agravar aún más la salida de capitales.
El Gobierno lanzó el “Plan de Reparación Histórica de los Ahorros” para atraer parte de los más de 250.000 millones de dólares que los argentinos tienen fuera del sistema. La iniciativa incluyó un blanqueo de capitales y desregulaciones en los controles de la AFIP y la UIF. Sin embargo, la confianza no se impone por decreto. La memoria de blanqueos frustrados, reglas cambiantes y episodios de confiscación desalienta la repatriación de fondos.
El fenómeno del “dólar colchón” expresa una verdad incómoda: el peso no cumple funciones de reserva de valor, y el sistema bancario no transmite seguridad frente a eventuales decisiones discrecionales del Estado. Mientras persistan esas percepciones, cualquier intento de formalizar el ahorro informal encontrará resistencia.
La situación global tampoco ayuda. La economía internacional se ha vuelto más competitiva y menos cooperativa, con países desarrollados que profundizan su rol como refugios financieros. En este contexto, las economías periféricas como la Argentina tienen menos margen de maniobra, y los incentivos para mantener activos en el exterior —incluso por parte de empresas que operan localmente— se refuerzan.
La fragmentación del orden financiero global, con menos control multilateral y una mayor competencia fiscal, acentúa la vulnerabilidad de países con baja credibilidad institucional y sin políticas consistentes de largo plazo.
El segundo semestre se perfila como un período de alta tensión económica. Con el agro fuera del centro de la escena y sin ingresos significativos en el horizonte, las herramientas de intervención se reducen, y la política monetaria navega sin ancla.
La pregunta sobre “a cuánto se irá el dólar” trasciende lo especulativo. Es el síntoma visible de una enfermedad crónica: la ausencia de un modelo de desarrollo sostenible, capaz de generar divisas sin depender del clima, los precios internacionales o el endeudamiento externo.
El Gobierno prometió una refundación del sistema económico. Hasta el momento, los resultados son magros: un Estado más débil, un sistema financiero más expuesto, y una sociedad más escéptica respecto a la posibilidad de alcanzar estabilidad.
El problema no es el dólar en sí, sino lo que el dólar refleja: una economía atrapada en sus propias contradicciones, sin horizonte claro. Mientras no se resuelvan las causas profundas, el precio de la divisa seguirá subiendo. No por especulación, sino por falta de alternativas.