por Redacción Mendoza Económico
La confirmación del 2,3% de inflación en octubre por parte del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) vuelve a exponer el dilema estructural que atraviesa la economía argentina: el uso del tipo de cambio como ancla para contener los precios y el consiguiente atraso cambiario que erosiona la competitividad.
Con un acumulado del 24,8% en lo que va del año y una variación interanual del 31,3%, el escenario actual refleja la persistencia de un fenómeno que combina inflación crónica, restricción externa y pérdida de competitividad. En este contexto, la política de ajuste gradual del dólar oficial —a un ritmo equivalente a la mitad de la inflación mensual— exhibe señales de agotamiento.
El índice de precios al consumidor registró en octubre un nuevo incremento superior al 2%, mostrando una aceleración respecto de septiembre (2,1%) y completando cinco meses consecutivos de suba. Los rubros que más aumentaron fueron Transporte (3,5%) y Vivienda, agua, electricidad y gas (2,8%), mientras que Equipamiento del hogar y Recreación y cultura mostraron avances más moderados (1,6%).
La persistencia de una inflación mensual por encima del 2% revela que el anclaje cambiario ya no cumple eficazmente su función de contención. Cuando el tipo de cambio oficial se convierte en el principal instrumento antiinflacionario, la presión sobre la competitividad externa se vuelve inevitable.
El atraso cambiario se produce cuando el tipo de cambio nominal crece por debajo de la inflación interna y de la evolución de los precios internacionales, lo que genera un tipo de cambio real apreciado. En términos simples, los productos argentinos se encarecen en dólares, mientras que las importaciones se abaratan.

Los datos de inflación de octubre consolidan el atraso cambiario
Según el Índice de Tipo de Cambio Real Multilateral (ITCRM) del Banco Central (BCRA), la pérdida de competitividad frente a los principales socios comerciales es una constante desde 2010, solo interrumpida por breves episodios de devaluación. En la práctica, la “ancla cambiaria” opera como una herramienta de contención de precios, pero a costa de frenar la actividad exportadora, desalentar la producción industrial y reproducir el círculo vicioso de restricción externa e inflación.
La coexistencia de inflación elevada y tipo de cambio retrasado constituye una trampa de crecimiento. Con un peso debilitado como reserva de valor y un dólar oficial que no refleja los costos internos, los agentes económicos buscan cobertura en la divisa estadounidense. Ese comportamiento deriva en fuga de capitales, presión sobre las reservas y mayor endeudamiento público para sostener la estabilidad cambiaria.
El resultado es una estructura dependiente y vulnerable: menor competitividad industrial, limitaciones externas crecientes y escaso margen de maniobra para la política macroeconómica. La consecuencia se refleja en la baja inversión: entre 1980 y 2024, la inversión bruta promedio de Argentina fue del 16,5% del PBI, inferior a la de Brasil (18,6%) y Chile (24,4%).
El dilema es clásico: mantener el tipo de cambio como ancla para moderar la inflación, con el costo de perder dinamismo productivo, o permitir una corrección más rápida del dólar para recuperar competitividad y enfrentar el riesgo de un rebrote inflacionario.
Aunque la inflación de octubre muestra cierta moderación respecto de los picos de los años anteriores, el desafío radica en evitar la complacencia. Si se privilegia un ajuste cambiario abrupto, puede producirse un nuevo salto de precios; si se prolonga el atraso, el costo recaerá sobre la industria, el empleo y las exportaciones.
A ello se suma la exigencia de un entorno externo cada vez más competitivo. Sostener un tipo de cambio real competitivo exige generar dólares genuinos vía exportaciones y reducir importaciones no esenciales. Sin embargo, ello demanda políticas de largo plazo, y no simples mecanismos coyunturales de contención. En este sentido, el atraso cambiario no es solo un mal transitorio, sino un freno estructural al desarrollo nacional.
El comportamiento reciente de los precios deja en evidencia que la inflación argentina no es un fenómeno exclusivamente monetario, como sostiene el discurso oficial. Detrás de la inercia inflacionaria se encuentra la fragilidad estructural de la economía, que combina baja productividad, escasa inversión y un tipo de cambio real desfavorable.
Superar esa inercia implica alinear la política fiscal y monetaria con una estrategia que promueva un tipo de cambio competitivo, impulse exportaciones con valor agregado y genere reservas genuinas, no solo obtenidas a través del endeudamiento.
La estabilidad lograda a fuerza de un dólar artificialmente bajo no es sustentable: contener los precios a costa de la competitividad equivale a hipotecar el futuro productivo. En definitiva, la lucha contra la inflación no puede desvincularse del objetivo de recuperar soberanía económica y capacidad de crecimiento sostenido.