por Redacción Mendoza Económico
El gobierno de Javier Milei inició el 2026 con un giro significativo en su política cambiaria, abandonando la rigidez del esquema de bandas con actualización fija del 1% mensual para avanzar hacia un régimen más flexible, con bandas indexadas a la inflación. El cambio, anunciado por el Banco Central de la República Argentina (BCRA), marca el cierre de una etapa de contención estricta del dólar y la apertura de otra que —al menos en el discurso oficial— prioriza la acumulación de reservas internacionales, un objetivo que hasta ahora el propio Gobierno consideraba secundario por su potencial impacto inflacionario.
Durante todo 2025, el Ejecutivo sostuvo que comprar dólares para fortalecer las reservas implicaba emitir pesos, presionar el tipo de cambio y, en consecuencia, trasladar tensiones a los precios internos. Esa visión estructuró buena parte del programa económico. El viraje actual expone, por contraste, los límites de esa estrategia.
Lejos de tratarse de un ajuste técnico, la decisión revela una tensión estructural clásica de la economía argentina: el delicado equilibrio entre inflación, tipo de cambio y reservas, una suerte de Jenga macroeconómico donde cada pieza sostiene a las demás. Quitar una —o forzarla— desestabiliza inevitablemente al conjunto.
La experiencia reciente mostró que contener el dólar sin acumular reservas es un equilibrio frágil, dependiente del ingreso excepcional de divisas y del cierre del financiamiento externo. Cuando esos flujos se agotan, el esquema empieza a crujir.
El régimen previo, con bandas ajustadas al 1% mensual, perdió viabilidad ante la escasez crónica de dólares y las crecientes presiones financieras. Con reservas netas negativas en torno a los 18.000 millones de dólares, el BCRA quedó atrapado en un dilema clásico: comprar divisas implica emitir pesos y tensionar precios, pero sostener un tipo de cambio artificialmente bajo también termina generando desequilibrios.
La llamada “recalibración” de las bandas funciona así como un giro en U del discurso oficial. Es, en los hechos, un reconocimiento pragmático de límites: las reservas pasan a ocupar un lugar central, desplazando la obsesión por la contención absoluta del dólar. La incógnita es si se trata de un cambio estructural o apenas de un nuevo relato de transición.
La nueva política se apoya en dos pilares principales.
En primer lugar, las bandas cambiarias dejan de ajustarse al 1% mensual y pasan a indexarse a la inflación con dos meses de rezago. Para enero de 2026, el techo del tipo de cambio se ubica en 1.556 pesos por dólar, calculado sobre el IPC de noviembre, que fue del 2,4%. No se trata de una flotación libre, sino de un régimen regulado que incorpora inercia inflacionaria pasada dentro de un sistema de piso y techo administrados.
En segundo lugar, el BCRA retomará compras sistemáticas de divisas desde el 1° de enero. Intervendrá diariamente con un monto equivalente al 5% del volumen del mercado cambiario, bajo un esquema gradual que apunta a acumular hasta 10.000 millones de dólares hacia fines de 2026. Según estimaciones privadas, esta política elevaría la base monetaria del 4,2% al 4,8% del PBI en el escenario base.
Además, el Central se reserva la posibilidad de realizar compras en bloque para “preservar el buen funcionamiento del mercado”, un margen de discrecionalidad que introduce incertidumbre adicional.
La reacción del mercado financiero fue moderadamente pragmática. La baja inicial del riesgo país se revirtió con rapidez, reflejando que el problema de fondo —la fragilidad externa— sigue sin resolverse. El equilibrio cambiario luce cada vez más político que técnico, sostenido por expectativas y no por fundamentos sólidos.
El viraje resulta más evidente al revisar las declaraciones recientes del propio Gobierno. El 13 de noviembre, el ministro de Economía, Luis Caputo, defendía las bandas al 1% como “bien calibradas”, apoyándose en exportaciones récord cercanas a 80.000 millones de dólares, impulsadas por el agro postsequía, los hidrocarburos y la minería.
Pocos días después, el 6 de diciembre, el presidente Milei explicó extensamente por qué no se acumulaban reservas: para comprar dólares había que emitir pesos y eso, según su razonamiento, presionaba el tipo de cambio y los precios. La prioridad absoluta era la inflación; las reservas, prescindibles. Incluso admitió que el superávit fiscal no garantizaba inmunidad frente a una hiperinflación, una concesión llamativa dentro del credo libertario más ortodoxo.
Ese discurso se desdibujó rápidamente frente a las presiones externas. El nuevo esquema no se diseñó exclusivamente en Buenos Aires, sino también en Washington y Manhattan. El FMI y grandes bancos internacionales, como JP Morgan, exigieron señales claras de acumulación de reservas como condición para garantizar pagos y reabrir el crédito.
Informes recientes recomendaban explícitamente indexar las bandas y sumar divisas con reglas previsibles para mejorar el perfil financiero de la Argentina antes de 2027. El anuncio oficial sigue ese guión con precisión.

La urgencia se explica, además, por los vencimientos de deuda por 4.500 millones de dólares en enero. Caputo sostiene que cuenta con recursos provenientes de swaps con China y Estados Unidos, una promesa lejana de bancos extranjeros por 7.000 millones, y los 930 millones obtenidos con el Bonar 2029. A eso se suma la expectativa de refinanciaciones parciales.
Sin embargo, en la City porteña aseguran que al Gobierno le faltan al menos 2.300 millones de dólares para cubrir los compromisos más exigentes de 2026. Los acreedores reclaman reservas genuinas, no ingeniería financiera. Con riesgo país elevado y bonos estancados, el acceso al mercado sigue cerrado.
La indexación de las bandas al IPC no es neutral en una economía fuertemente bimonetaria como la argentina. Dar mayor margen al tipo de cambio puede trasladarse rápidamente a precios, alimentando un círculo vicioso donde el dólar copia a la inflación y la inflación sigue al dólar.
Mientras tanto, el Gobierno continúa apostando a un esquema en el que los pocos dólares que ingresan por exportaciones se van en importaciones, turismo y pagos externos, una dinámica cuya sustentabilidad de largo plazo sigue siendo, como mínimo, discutible.